Lunes, 29 de Abril 2024

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El debate dentro y fuera

Por: Armando González Escoto

El debate dentro y fuera

El debate dentro y fuera

El primer debate televisado de la historia ocurrió en 1960, en Estados Unidos, entre los candidatos Richard Nixon y John F. Kennedy. A partir de entonces diversas democracias en el mundo han ido asumiendo este recurso para mejorar el conocimiento ciudadano de los candidatos en un determinado proceso electoral, particularmente en lo que mira a sus trayectorias, sus propuestas y sus posturas sobre temas de interés nacional. Desde luego, tales fines originales se han alterado casi en todas partes, y en casi todas partes han acabado siendo guerras de lodo.

En principio, organizar un debate parece muy simple: un escenario, dos o más atriles dependiendo del número de los contendientes, un telón de fondo, cámaras, candidatos y conductores. Los debates del anterior periodo electoral federal en México tuvieron un costo oficial de 54 millones de pesos, los tres debates del periodo actual afirman costarán 21 millones; pero no es tan simple.

Preparar la transmisión del debate exige de unos protocolos minuciosos, casi quisquillosos, como preparan los mayordomos los banquetes de la realeza, en que usando cintas métricas se mide el espacio correcto entre cada cubierto, entre éstos y los platos, entre los platos y el filo de la mesa, entre un cubierto y el de los vecinos, la posición exacta de las copas y la distancia entre cada una, y su relación con los centros de mesa, cada cual de la misma altura, anchura, contenido y calidad, para que ningún asistente se queje de que en su centro faltaba o sobraba una determinada flor, y de que tal ofensa pudiera encerrar un mensaje.

Quienes preparan la transmisión de un debate deben cuidar la forma, textura y, sobre todo, color del escenario. Que la forma no distraiga a los espectadores ni los induzca a sacar conclusiones equivocadas, que los colores sean por completo neutrales y no incluyan los de ningún partido participante, o los incluyan a todos en similitud de proporciones, que todos los niveles del piso sean iguales, que las distancias entre atriles sean las mismas, que todos los debatientes reciban el mismo tipo, tono y exposición de luz, que las cámaras no enfoquen más a un candidato que a otro ni por segundos, que los micrófonos no alteren, modifiquen, favorezcan o entorpezcan la voz de los exponentes, que los acercamientos se den por igual, que no se cierren en tales aspectos de la persona o vestuario, o que si lo hacen, sean parejos con todos, pues aunque el observador común no sea consciente de la importancia de todas estas condiciones, hay observadores especializados y profesionales de cada partido que estarán muy atentos a que las cosas sucedan de acuerdo a lo pactado, de lo contrario denunciarán preferencias y parcialidades.

Un cuidado semejante debería darse a los contenidos de un debate, y tal vez se haga poniéndose todos de acuerdo en que tal ejercicio incluirá determinadas proporciones de lodo, reproches, exhibiciones, confrontaciones, muestra de banderas al revés, fotos comprometedoras, estados de cuenta, recepción de contratos del gobierno, pero al cónyuge, la tía o la suegra, análisis de la personalidad ajena, y demás trivialidades que distraen a los asistentes de los verdaderos problemas que los candidatos no quieren enfrentar, como es el grave asunto de un territorio nacional disputado entre el poder de los cárteles y el de las instituciones oficiales del país.

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